Aura
Carlos Fuentes
LEES ESE ANUNCIO: UNA OFERTA DE ESA NATURALEZA no se hace todos los
días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie mas. Distraído,
dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de te que has estado
bebiendo en este cafetín sucio y barato. tu releerás. Se solicita historiador
joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento
perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud,
conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres
mil pesos mensuales, comida y recamara cómoda, asoleada, apropiada estudio.
Solo falta tu nombre. Solo falta que las letras mas negras y llamativas del
aviso informen: Felipe Montero. Se solicita
Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador cargado de datos
inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en
escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso,
sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en persona. No hay
teléfono.
Recoges tu portafolio y dejas la
propina. Piensas que otro historiador joven, en condiciones semejantes a las
tuyas, ya ha leído ese mismo aviso, tornado la delantera, ocupado el puesto.
Tratas de olvidar mientras caminas a la esquina. Esperas el autobús, enciendes
un cigarrillo, repites en silencio las fechas que debes memorizar para que esos
niños amodorrados te respeten. Tienes que prepararte. El autobús se acerca y tu
estas observando las puntas de tus zapatos negros. Tienes que prepararte. Metes
la mano en el bolsillo, juegas con las monedas de cobre, por fin escoges
treinta centavos, los aprietas con el puno y alargas el brazo para tomar
firmemente el barrote de fierro del camión que nunca
se detiene, saltar, abrirte paso, pagar los treinta
centavos, acomodarte difícilmente entre los pasajeros apretujados que viajan de
pie, apoyar tu mano derecha en el pasamanos, apretar el portafolio contra el
costado y colocar distraídamente la mano izquierda sobre la bolsa trasera del
pantalón, donde guardas los billetes.
Vivirás ese día, idéntico a los
demás, y no volverás a recordarlo sino al día siguiente, cuando te sientes de
nuevo en la mesa del cafetín, pidas el des-ayuno y abras el periódico. Al
llegar a la pagina de anuncios, allí estarán, otra vez, esas letras destacadas:
historiador joven. Nadie acudió ayer. Leerás el anuncio. Te detendrás en el
ultimo renglón: cuatro mil pesos.
Te sorprenderá imaginar que
alguien vive en la calle de Donceles. Siempre has creído que en el viejo centro
de la ciudad no vive nadie. Caminas con lentitud, tratando de distinguir el
numero 815 en este conglomerado de viejos palacios coloniales convertidos en
talleres de reparación, relojerías, tiendas de zapatos y expendios de aguas
frescas. Las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas, con-fundidas. El
13 junto al 200, el antiguo azulejo numerado «47» encima de la nueva
advertencia pintada con tiza: ahora 924. Levantaras la mirada a los segundos
pisos: allí nada cambia. Las sinfonolas no perturban, las luces de mercurio no
iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo rostro de los
edificios. Unidad del tezontle, los nichos con sus santos truncos coronados de
palomas, la piedra labrada de barroco mexicano, los balcones de celosía, las
troneras y los canales de lamina, las gárgolas de arenisca. Las ventanas
ensombrecidas por lar-gas cortinas verdosas: esa ventana de la cual se retira
alguien en cuanto tu la miras, miras la portada de vides
caprichosas, bajas la mirada al zaguán despintado y descubres 815, antes 69.
Tocas en vano con esa manija,
esa cabeza de perro en cobre, gastada, sin relieves: semejante a la cabeza de
un feto canino en los museos de ciencias naturales. Imaginas que el perro te
sonríe y sueltas su contacto helado. La puerta cede al empuje levísimo, de tus
dedos, y antes de entrar miras por ultima vez sobre tu hombro, frunces el ceño
porque la larga fila detenida de camiones y autos gruñe, pita, suelta el humo
insano de su prisa. Tratas, inútilmente de retener una sola imagen de ese mundo
exterior indiferenciado.
Cierras el zaguán detrás de ti e
intentas penetrar la oscuridad de ese callejón techado — patio, porque puedes
oler el musgo, la humedad de las plantas, las raíces podridas, el perfume
adormecedor y espeso—. Buscas en vano una luz que te guíe. Buscas la caja de
fósforos en la bolsa de tu saco pero esa voz aguda y cascada te advierte desde
lejos:
—No. . . no es necesario. Le ruego. Camine trece
pasos hacia el frente y encontrara la escalera a su derecha. Suba, por favor.
Son veintidós escalones. Cuéntelos. ahí
Trece. Derecha. Veintidós.
El olor de la humedad, de las
plantas podridas, te envolverá mientras marcas tus pasos, primero sobre las
baldosas de piedra, enseguida sobre esa madera crujiente, fofa por la humedad y
el encierro. Cuentas en voz baja hasta veintidós y
te detienes, con la caja de fósforos entre las manos, el
portafolio apretado contra las costillas. Tocas esa puerta que huele a pino
viejo y húmedo; buscas una manija; terminas por empujar y sentir, ahora, un
tapete bajo tus pies. Un tapete delgado,
mal extendido, que te hará tropezar y darte cuenta de la nueva luz, grisácea y
filtrada, que ilumina ciertos
contornos.
—Señora —dices con una voz monótona,
porque crees recordar una voz de mujer— Señora. . .
—Ahora a su izquierda. La primera puerta. Tenga la amabilidad.
Empujas esa puerta —ya no
esperas que alguna se cierre propiamente; ya sabes que todas son puertas de
golpe— y las luces dispersas se trenzan en tus pestañas, como si atravesaras
una tenue red de seda. Solo tienes ojos para esos muros de reflejos desiguales,
donde parpadean docenas de luces. Consigues, al cabo, definirlas como veladoras,
colocadas sobre repisas y entrepaños de ubicación asimétrica. Levemente,
iluminan otras luces que son corazones de plata, frascos de cristal, vidrios
enmarcados, y solo detrás de este brillo intermitente veras, al fondo, la cama
y el signo de una mano que parece atraer-te con su movimiento pausado.
Lograras verla cuando des la
espalda a ese firmamento de luces devotas. Tropiezas al pie de la cama; debes
rodearla para acercarte a la cabecera. Allí, esa figura pequeña se pierde en la
inmensidad de la cama; al extender la mano no tocas otra mano, sino la piel
gruesa, afieltrada, las orejas de ese objeto que roe con un silencio tenaz y te
ofrece sus ojos rojos: sonríes y acaricias al conejo que
yace al lado de la mano que, por fin, toca la tuya con unos dedos
sin temperatura que se detienen largo tiempo sobre tu palma húmeda, la voltean
y acercan tus dedos abiertos a la almohada de encajes que tocas para alejar tu
mano de la otra.
—Felipe Montero. Leí su anuncio.
—Si, ya se. Perdón no hay asiento.
—Estoy bien. No se preocupe.
—Esta bien. Por favor, póngase de perfil. No lo veo bien. Que le de la
luz. Así. Claro.
—Leí su anuncio. . .
—Claro. Lo leyó. ¿Se siente calificado?— Avez vous fait des etudes?
—A Paris, madame.
—Ah, oui, ga me fait plaisir, toujours, toujours, d'entendre. .. oui. ..
vous savez... on etait telle-ment habitue. . . et apres...
Te apartaras para que la luz
combinada de la plata, la cera y el vidrio dibuje esa cofia de seda que debe
recoger un pelo muy blanco y enmarcar un rostro casi infantil de tan viejo. Los
apretados botones del cuello blanco que sube hasta las orejas ocultas por la
cofia, las sabanas y los edredones velan todo el cuerpo con excepción de los
brazos envueltos en un chal de estambre, las manos pálidas que descansan sobre
el vientre: solo puedes fijarte en el rostro, hasta que un movimiento del
conejo te permite desviar la mirada y observar con disimulo esas
migajas, esas costras de pan regadas sobre los edredones de seda
roja, raídos y sin lustre.
—Voy al grano. No me quedan muchos años por delante, señor Montero, y por ello
he preferido violar la costumbre de toda una vida y colocar ese anuncio en el
periódico.
—Si, por eso estoy aquí.
—Si. Entonces acepta.
—Bueno, desearía saber algo mas...
—Naturalmente. Es usted curioso.
Ella te sorprendera observando
la mesa de noche, los frascos de distinto color, los vasos, las cucharas de
aluminio, los cartuchos alineados de pildoras y comprimidos, los demas vasos
manchados de liqui- dos blancuzcos que estan dispuestos en el suelo, al alcance
de la mano de la mujer recostada sobre esta cama baja. Entonces te daras cuenta
de que es una cama apenas elevada sobre el ras del suelo, cuando el conejo
salte y se pierda en la oscuridad.
—Le ofrezco cuatro mil pesos.
—Si, eso dice el aviso de hoy.
—Ah, entonces ya salió.
—Si, ya salió.
—Se trata de los papeles de mi marido, el general Llorente. Deben ser
ordenados antes de que muera. Deben ser publicados. Lo he decidido hace poco.
—Y el propio general, ¿no se encuentra capacitado para...?
—Murió hace sesenta años, señor. Son sus memorias inconclusas. Deben ser
completadas. Antes de que yo muera.
—Pero...
—Yo le informare de todo. Usted aprenderá a redactar en el estilo de mi
esposo. Le bastará ordenar y leer los papeles para sentirse fascinado por esa
prosa, por esa transparencia, esa, esa. . .
—Si, comprendo.
—Saga. Saga. ¿Dónde esta? Ici, Saga...
—¿Quien?
—Mi compañía.
—¿El conejo?
—Si, volverá.
Levantaras los ojos, que habías mantenido bajos, y ella ya habrá
cerrado los labios, pero esa palabra . —volverá— vuelves a escucharla como si
la anciana la estuviese pronunciando en ese momento. Permanecen inmóviles. Tu
miras hacia atrás; te ciega el brillo de la corona parpadeante de objetos
religiosos. Cuando vuelves a mirar a la señora, sientes que sus ojos se han
abierto desmesuradamente y que son claros, líquidos, inmensos, casi del color
de la cornea amarillenta que los rodea, de manera que solo el punto negro de la
pupila rompe esa claridad perdida, minutos antes, en los pliegues gruesos de
los párpados caídos como para proteger esa mirada que ahora vuelve a esconderse
—a retraerse, piensas— en el fondo de su cueva seca.
—Entonces se quedara usted. Su cuarto esta arriba. Allí si entra la luz.
—Quizás, señora, seria mejor que no la importunara. Yo puedo seguir
viviendo donde siempre y revisar los papeles en mi propia casa...
—Mis condiciones son que viva aquí. No queda mucho tiempo.
—No se...
—Aura...
La señora se moverá por la
primera vez desde que tu entraste a su recamara; al extender otra vez su mano,
tu sientes esa respiración agitada a tu lado y entre la mujer y tu se extiende
otra mano que toca los dedos de la anciana. Miras a un lado y la muchacha esta
allí, esa muchacha que no alcanzas a ver de cuerpo entero porque esta tan cerca
de ti y su aparición fue imprevista, sin ningún ruido
—ni siquiera los ruidos que no se escuchan pero que son reales
porque se recuerdan inmediatamente, porque a pesar de todo son mas fuertes que
el silencio que los acompaño—.
—Le dije que regresaría...
—¿Quien?
—Aura. Mi compañera. Mi sobrina.
—Buenas tardes.
La joven inclinara la cabeza y
la anciana, al mismo tiempo que ella, remedara el gesto.
—Es el señor Montero. Va a vivir con nosotras
Te moverás unos pasos para que
la luz de las veladoras no te ciegue. La muchacha mantiene los ojos cerrados,
las manos cruzadas sobre un muslo: no te mira. Abre los ojos poco a poco, como
si temiera los fulgores de la recamara. Al fin, podrás ver esos ojos de mar que
fluyen, se hacen espuma, vuelven a la calma verde, vuelven a inflamarse como
una ola: tu los ves y te repites que no es cierto, que son unos hermosos ojos
verdes idénticos a todos los hermosos ojos verdes que has conocido o podrás
conocer. Sin embargo, no te engañas: esos ojos fluyen, se transforman, como si
te ofrecieran un paisaje que sola tu puedes adivinar y desear.
—Si. Voy a vivir con ustedes.
LA ANCIANA SONREIRA, INCLUSO REIRA CON SU TIMBRE agudo y dirá que
le agrada tu buena voluntad y que la joven te mostrara tu recamara, mientras tu
piensas en el sueldo de cuatro mil pesos, el trabajo que puede ser agradable
porque a ti te gustan estas tareas meticulosas de investigación, que excluyen
el esfuerzo físico, el traslado de un lugar a otro, los encuentros inevitables
y molestos con otras personas. Piensas en todo esto al seguir los pasos de la
joven
—te das cuenta de que no la
sigues con la vista, sino con el oído: sigues el susurro de la falda, el crujido
de una tafeta— y estas ansiando, ya, mirar nuevamente esos ojos. Asciendes
detrás del ruido, en medio de la oscuridad, sin acostumbrarte aún a las
tinieblas: recuerdas que deben ser cerca de las seis de la tarde y te sorprende
la inundación de luz de tu recamara, cuando la mano de Aura empuje la puerta
—otra puerta sin cerradura— y en
seguida se aparte de ella y te diga:
—Aquí es su cuarto. Lo esperamos a cenar dentro de una hora.
Y se alejara, con ese ruido de
tafeta, sin que hayas podido ver otra vez su rostro.
Cierras —empujas— la puerta
detrás de ti y al fin levantas los ojos hacia el tragaluz inmenso que hace las
veces de techo. Sonríes al darte cuenta de que ha bastado la luz del crepúsculo
para cegarte y contrastar con la penumbra del resto de la casa. Pruebas, con
alegría, la blandura del colchón en la cama de metal dorado y recorres con la
mirada el cuarto: el tapete de lana roja, los muros empapelados, oro y oliva,
el sillón de terciopelo rojo, la vieja mesa de trabajo,
nogal y cuero verde, la lámpara antigua, de quinqué, luz opaca de
tus noches de investigación, el estante clavado encima de la mesa, al alcance
de tu mano, con los tomos encuadernados. Caminas hacia la otra puerta y al
empujarla descubres un baño pasado de moda: tina de cuatro patas, con
florecillas pintadas sobre la porcelana, un aguamanil azul, un retrete
incomodo. Te observas en el gran espejo ovalado del guardarropa, también de
nogal, colocado en la sala de baño. Mueves tus cejas pobladas, tu boca larga y
gruesa que llena de vaho el espejo; cierras tus ojos negros y, al abrirlos, el
vaho habrá desaparecido. Dejas de contener la respiración y te pasas una mano
por el pelo oscuro y lacio; tocas con ella tu perfil recto, tus mejillas
delgadas. Cuando el vaho opaque otra vez el rostro, estarás repitiendo ese
nombre, Aura.
Consultas el reloj, después de
fumar dos cigarrillos, recostado en la cama. De pie, te pones el saco y te
pasas el peine por el cabello. Empujas la puerta y tratas de recordar el camino
que recorriste al subir. Quisieras dejar la puerta abierta, para que la luz del
quinqué te guié: es imposible, porque los resortes la cierran. Podrías
entretenerte columpiando esa puerta. Podrías tomar el quinqué y descender con
el. Renuncias porque ya sabes que esta casa siempre se encuentra a oscuras. Te
obligaras a conocerla y reconocerla por el tacto. Avanzas con cautela, como un
ciego, con los brazos extendidos, rozando la pared, y es tu hombro lo que, inadvertidamente,
aprieta el contacto de la luz eléctrica. Te detienes, guiñando, en el centre
iluminado de ese largo pasillo desnudo. Al fondo, el pasamanos y la escalera de
caracol. .
Desciendes contando los peldaños: otra costumbre inmediata que te
habrá impuesto la casa de la señora Llorente. Bajas contando y das un paso
atrás cuando encuentres los ojos rosados del conejo que en seguida te da la
espalda y sale saltando.
No tienes tiempo de detenerte en
el vestíbulo porque Aura, desde una puerta entreabierta de cristales opacos, te
estará esperando con el candelabro en la mano. Caminas, sonriendo, hacia ella;
te detienes al escuchar los maullidos dolorosos de varios gatos —si, te
detienes a escuchar, ya cerca de la mano de Aura, para cerciorarte de que son
varios gatos— y la sigues a la sala: Son los gatos —dirá Aura—. Hay tanto ratón en esta parte de la
ciudad.
Cruzan el salón: muebles
forrados de seda mate, vitrinas donde han sido colocados muñecos de porcelana,
relojes musicales, condecoraciones y bolas de cristal; tapetes de diseño persa,
cuadros con es-cenas bucólicas, las cortinas de terciopelo verde corridas. Aura
viste de verde.
—¿Se encuentra cómodo?
—Si. Pero necesito recoger mis cosas en la casa donde...
—No es necesario. El criado ya fue a buscarlas.
—No se hubieran molestado.
Entras, siempre detrás de ella,
al comedor. Ella colocara el candelabro en el centre de la mesa; tú sientes un
frió húmedo. Todos los muros del salón están recubiertos de una madera oscura,
labrada al estilo gótico, con ojivas y rosetones
calados. Los gatos han dejado de maullar. Al tomar asiento, notas
que han sido dispuestos cuatro cubiertos y que hay dos platones calientes bajo
cacerolas de plata y una botella vieja y brillante por el limo verdoso que la
cubre.
Aura apartara la cacerola. Tu
aspiras el olor pungente de los riñones en salsa de cebolla que ella te sirve
mientras tu tomas la botella vieja y llenas los vasos de cristal cortado con
ese liquido rojo y espeso. Tratas, por curiosidad, de leer la etiqueta del
vino, pero el limo lo impide. Del otro platón, Aura toma unos tomates enteros,
asados
—Perdón —dices, observando los dos
cubiertos extra, las dos sillas desocupadas— Esperamos a alguien mas?
Aura continúa sirviendo los
tomates:
—No. La señora Consuelo se siente débil esta noche. No nos
acompañara.
—¿La señora Consuelo? ¿Su tía?
—Si. Le ruega que pase a verla después de la cena.
Comen en silencio. Beben ese
vino particularmente espeso, y tu desvías una y otra vez la mirada para que
Aura no te sorprenda en esa impudicia hipnótica que no puedes controlar.
Quieres, aún entonces, fijar las facciones de la muchacha en tu mente. Cada vez
que desvíes la mirada, las habrás olvidado ya y una urgencia impostergable te
obligara a mirarla de nuevo. Ella mantiene, como siempre, la mirada baja y tu,
al buscar el paquete de cigarrillos en la bolsa del saco, encuentras ese
llavín, recuerdas, le dices a Aura:
—¡Ah! Divide que un cajón de mi mesa esta cerrado con
llave. Allí tengo mis documentos. Y ella murmurara:
—Entonces. . . ¿quiere usted
salir?
Lo dice como un reproche. Tu te
sientes confundido y alargas la mano con el llavín colgado de un dedo, se lo
ofreces.
—No urge.
Pero ella se aparta del contacto
de tus manos, mantiene las suyas sobre el regazo, al fin levanta la mirada y tu
vuelves a dudar de tus sentidos, atribuyes al vino el aturdimiento, el mareo
que te producen esos ojos verdes, limpios, brillantes, y te pones de pie,
detrás de Aura, acariciando el respaldo de madera de la silla gótica, sin atreverte
a tocar los hombros desnudos de la muchacha, la cabeza que se mantiene inmóvil.
Haces un esfuerzo para contenerte, distraes tu atención escuchando el batir
imperceptible de otra puerta, a tus espaldas, que debe conducir a la cocina,
descompones los dos elementos plásticos del comedor: el circulo de luz compacta
que arroja el candelabro y que ilumina la mesa y un extremo del muro labrado,
el circulo mayor, de sombra, que rodea al primero. Tienes, al fin, el valor de
acercarte a ella, tomar su mano, abrirla y colocar el llavero, la prenda, sobre
esa palma lisa.
La veras apretar el puño, buscar
tu mirada, murmurar:
—Gracias. . —, levantarse, abandonar de
prisa el comedor.
Tu tomas el lugar de Aura, estiras las piernas, enciendes un
cigarrillo, invadido por un placer que jamás has conocido, que sabias parte de
ti, pero que solo ahora experimentas plenamente, liberándolo, arrojándolo fuera
porque sabes que esta vez encontrara respuesta... Y la señora Consuelo te
espera: ella te lo advirtió: te espera después de la cena. ..
Has aprendido el camino. Tomas
el candelabro y cruzas la sala y el vestíbulo. La primera puerta, frente a ti,
es la de la anciana. Tocas con los nudillos, sin obtener respuesta. Tocas otra
vez. Empujas la puerta: ella te espera. Entras con cautela, murmurando:
—Señora. . . Señora...
Ella no te habrá escuchado,
porque la descubres hincada ante ese muro de las devociones, con la cabeza
apoyada contra los puños cerrados. La ves de lejos: hincada, cubierta por ese
camisón de lana burda, con la cabeza hundida en los hombros delgados: delgada
como una escultura medieval, emaciada: las piernas se asoman como dos hebras
debajo del camisón, llacas, cubiertas por una erisipela inflamada; piensas en
el roce continuo de la tosca lana sobre la piel, hasta que ella levanta los
puños y pega al aire sin fuerzas, como si librara una batalla contra las
imágenes que, al acercarte, empiezas a distinguir: Cristo, Maria, San
Sebastián, Santa Lucia, el Arcángel Miguel, los demonios sonrientes, los únicos
sonrientes en esta iconografía del dolor y la cólera: sonrientes porque, en el
viejo grabado iluminado por las veladoras, ensartan los tridentes en la piel de
los condenados, les vacían calderones de agua hirviente, violan a las mujeres,
se
embriagan, gozan de la libertad vedada a los santos. Te acercas a
esa imagen central, rodeada por las lagrimas de la Dolorosa, la sangre del
Crucificado, el gozo de Luzbel, la cólera del Arcángel, las vísceras
conservadas en frascos de alcohol, los corazones de plata: la señora Consuelo,
de rodillas, amenaza con los puños, balbucea las palabras que, ya cerca de
ella, puedes escuchar:
—Llega, Ciudad de Dios; suena, trompeta de Gabriel; ¡Ay, pero como tarda
en morir el mundo!
Se golpeara el pecho hasta
derrumbarse, frente a las imágenes y las veladoras, con un acceso de tos. Tú la
tomas de los codos, la conduces dulcemente hacia la cama, te sorprendes del
tamaño de la mujer: casi una niña, doblada, corcovada, con la espina dorsal
vencida: sabes que, de no ser por tu apoyo, tendría que regresar a gatas a la
cama. La recuestas en el gran lecho de migajas y edredones viejos, la cubres,
esperas a que su respiración se regularice, mientras las lagrimas involuntarias
le corren por las mejillas transparentes.
—Perdón . .. Perdón, señor Montero ... A las viejas solo nos queda. .. el
placer de la devoción.. . Páseme el pañuelo, por favor.
—La señorita Aura me dijo. . .
—Si, exactamente. No quiero que perdamos tiempo ... Debe . .. debe
empezar a trabajar cuanto antes . .. Gracias ...
—Trate usted de descansar.
—Gracias . .. Tome ...
La vieja se llevara las manos al cuello, lo desabotonara, bajara
la cabeza para quitarse ese listen morado, luido, que ahora te entrega: pesado,
porque una llave de cobre cuelga de la cinta.
—En aquel rincón . . . Abra ese baúl y traiga los papeles que están a la
derecha, encima de los de-mas . . . amarrados con un cordón amarillo ...
—No veo muy bien . . .
—Ah, si ... Es que yo estoy tan acostumbrada a las tinieblas. A mi
derecha . . . Camine y tropezara con el arcón . . . Es que nos amurallaron,
señor Montero. Han construido alrededor de nosotras, nos han quitado la luz.
Han querido obligarme a vender. Muertas, antes. Esta casa esta llena de
recuerdos para nosotras. Solo muerta me sacaran de aquí . .. Eso es. Gracias.
Puede usted empezar a leer esta parte. Ya le iré entregando las demás. Buenas
noches, señor Montero. Gracias. Mire: su candelabro se ha apagado. Enciéndalo
afuera, por favor. No, no, quédese con la llave. Acéptela. Confió en usted.
—Señora . . . Hay un nido de ratones en aquel rincón . . .
—¿Ratones? Es que yo nunca voy hasta allá ..
—Debería usted traer a los gatos aquí.
—¿Gatos? ¿Cuales gatos? Buenas noches. Voy a dormir. Estoy fatigada.
—Buenas noches.
LEES ESA MISMA NOCHE LOS PAPELES AMARILLOS, escritos con una tinta
color mostaza; a veces, horadados por el descuido de una ceniza de tabaco,
manchados por moscas. El francés del general Llorente no goza de las
excelencias que su mujer le habrá atribuido. Te dices que tú puedes mejorar
considerablemente el estilo, apretar esa narración difusa de los hechos
pasados: la infancia en una hacienda oaxaqueña del siglo XIX, los estudios
militares en Francia, la amistad con el Duque de Morny, con el circulo intimo de
Napoleón III, el regreso a México en el estado mayor de Maximiliano, las
ceremonias y veladas del Imperio, las batallas, el derrumbe, el Cerro de las
Campanas, el exilio en Paris. Nada que no hayan contado otros. Te desnudas
pensando en el capricho deformado de la anciana, en el falso valor que atribuye
a estas memorias. Te acuestas sonriendo, pensando en tus cuatro mil pesos.
Duermes, sin sonar, hasta que el
chorro de luz te despierta, a las seis de la mañana, porque ese techo de
vidrios no posee cortinas. Te cubres los ojos con la almohada y tratas de
volver a dormir. A los diez minutos, olvidas tu propósito y caminas al baño,
donde encuentras todas tus cosas dispuestas en una mesa, tus escasos trajes
colgados en el ropero. Has terminado de afeitarte cuando ese maullido
implorante y doloroso destruye el silencio de la mañana.
Llega a tus oídos con una
vibración atroz, rasgante, de imploración. Intentas ubicar su origen: abres la
puerta que da al corredor y allí no lo escuchas: esos maullidos se cuelan desde
lo alto, desde el tragaluz. Trepas velozmente a la silla, de la silla a la mesa
de trabajo, y apoyándote en el librero puedes alcanzar el tragaluz, abrir uno
de sus vidrios, elevarte con esfuerzo y clavar la mirada en ese
jardín lateral, ese cubo de tejos y zarzas enmarañados donde
cinco, seis, siete gatos —no puedes contarlos: no puedes sostenerte allí mas de
un segundo— encadenados unos con otros, se revuelcan envueltos en fuego,
desprenden un humo opaco, un olor de pelambre incendiada. Dudas, al caer sobre
la butaca, si en realidad has visto eso; quizás solo uniste esa imagen a los
maullidos espantosos que persisten, disminuyen, al cabo terminan.
Te pones la camisa, pasas un
papel sobre las puntas de tus zapatos negros y escuchas, esta vez, el aviso de
la campana que parece recorrer los pasillos de la casa y acercarse a tu puerta.
Te asomas al corredor; Aura camina con esa campana en la mano, inclina la
cabeza al verte, te dice que el desayuno esta listo. Tratas de detenerla; Aura
ya descenderá por la escalera de caracol, tocando la campana pintada de negro,
como si se tratara de levantar a todo un hospicio, a todo un internado.
La sigues, en mangas de camisa,
pero al llegar al vestíbulo ya no la encuentras. La puerta de la recamara de la
anciana se abre a tus espaldas: alcanzas a ver la mano que asoma detrás de la
puerta apenas abierta, coloca esa porcelana en el vestíbulo y se retira,
cerrando de nuevo.
En el comedor, encuentras tu
desayuno servido: esta vez, solo un cubierto. Comes rápidamente, regresas al
vestíbulo, tocas a la puerta de la señora Consuelo. Esa voz débil y aguda te
pide que entres. Nada habrá cambiado. La oscuridad permanente. El fulgor de las
veladoras y los milagros de plata
—Buenos días, señor Montero. ¿Durmió bien? lai
—Si. Leí hasta tarde.
La dama agitara una mano, como si deseara alejarte.
—No, no, no. No me adelante su opinión. Trabaje sobre esos papeles y
cuando termine le pasare los demás.
—Esta bien, señora. ¿Podría visitar el jardín?
—¿Cual jardín, señor Montero?
—El que esta detrás de mi cuarto.
—En esta casa no hay jardín. Perdimos el jardín cuando construyeron
alrededor de la casa.
—Pensé que podría trabajar mejor al aire libre.
—En esta casa solo hay ese patio oscuro por donde entro usted. Allí mi
sobrina cultiva algunas plantas de sombra. Pero eso es todo.
—Esta bien, señora.
—Deseo descansar todo el día. Pase a verme esta noche.
—Esta bien, señora.
Revisas todo el día los papeles,
pasando en limpio los párrafos que piensas retener, redactando de nuevo los que
te parecen débiles, fumando cigarrillo tras cigarrillo y reflexionando que
debes espaciar tu trabajo para que la canonjia se
prolongue lo mas posible. Si lograras ahorrar por lo menos doce
mil pesos, podrías pasar cerca de un año dedicado a tu propia obra, aplazada,
casi olvidada. Tu gran obra de conjunto sobre los descubrimientos y conquistas
españolas en América. Una obra que resuma todas las crónicas dispersas, las
haga inteligibles, encuentre las correspondencias entre todas las empresas y
aventuras del siglo de oro, entre los prototipos humanos y el hecho mayor del
Renacimiento. En realidad, terminas por abandonar los tediosos papeles del militar
del Imperio para empezar la redacción de fichas y resúmenes de tu propia obra.
El tiempo corre y solo al escuchar de nuevo la campana consultas tu reloj, te
pones el saco y bajas al comedor.
Aura ya estará sentada; esta vez
la cabecera la ocupara la señora Llorente, envuelta en su chal y su camisón,
tocada con su cofia, agachada sobre el plato. Pero el cuarto cubierto también
esta puesto. Lo notas de pasada; ya no te preocupa. Si el precio de tu futura
libertad creadora es aceptar todas las manías de esta anciana, puedes pagarlo
sin dificultad. Tratas, mientras la ves sorber la sopa, de calcular su edad.
Hay un momento en el cual ya no es posible distinguir el paso de los años: la
señora Consuelo, desde hace tiempo, paso esa frontera. El general no la
menciona en lo que llevas leído de las memorias, Pero si el general tenia
cuarenta y dos anos en el momento de la invasión francesa y murió en 1901,
cuarenta años mas tarde, habría muerto de ochenta y dos anos. Se habría casado
con la señora Consuelo después de la derrota de Querétaro y el exilio, pero
ella habría sido una niña entonces ...
Las fechas se te confundirán, porque ya la señora esta hablando,
con ese murmullo agudo, leve, ese chirreo de pájaro; le esta hablando a Aura y
tu escuchas, atento a la comida, esa enumeración plana de quejas, dolores,
sospechas de enfermedades, mas quejas sobre el precio de las medicinas, la
humedad de la casa. Quisieras intervenir en la conversación domestica
preguntando por el criado que recogió ayer tus cosas pero al que nunca has
visto, el que nunca sirve la mesa: lo preguntarías si, de repente, no te
sorprendiera que Aura, hasta ese momento, no hubiese abierto la boca y comiese
con esa fatalidad mecánica, como si esperara un impulso ajeno a ella para tomar
la cuchara, el cuchillo, partir los rifiones —sientes en la boca, otra vez, esa
dieta de rifiones, por lo visto la preferida de la casa— y llevárselos a la
boca. Miras rápidamente de la tía a la sobrina y de la sobrina a la tía, pero
la señora Consuelo, en ese instante, detiene todo movimiento y, al mismo
tiempo, Aura deja el cuchillo sobre el plato y permanece inmóvil y tu recuerdas
que, una fracción de segundo antes, la señora Consuelo hizo lo mismo.
Permanecen varios minutos en
silencio: tu terminando de comer, ellas inmóviles como estatuas, mirándote
comer. Al cabo la señora dice:
—Me he fatigado. No debería comer en la mesa. Ven, Aura, acompáñame a la
recamara.
La señora tratara de retener tu
atención: te mirara de frente para que tu la mires, aunque sus palabras vayan
dirigidas a la sobrina. Tu debes hacer un esfuerzo para desprenderte de esa
mirada —otra vez abierta, clara, amarilla, despojada de
los velos y arrugas que normalmente la cubren— y fijar la tuya en
Aura, que a su vez mira fijamente hacia un punto perdido y mueve en silencio
los labios, se levanta con actitudes similares a las que tu asocias con el
sueno, toma de los brazos a la anciana jorobada y la conduce lentamente fuera
del comedor.
Solo, te sirves el café que
también ha estado allí desde el principio del almuerzo, el café frió que bebes
a sorbos mientras frunces el seno y te preguntas si la señora no poseerá una
fuerza secreta sobre la muchacha, si la muchacha, tu hermosa Aura vestida de
verde, no estará encerrada contra su voluntad en esta casa vieja, sombría. Le
seria, sin embargo, tan fácil escapar mientras la anciana dormita en su cuarto
oscuro. Y no pasas por alto el camino que se abre en tu imaginación: quizás
Aura espera que tu la salves de las cadenas que, por alguna razón oculta, le ha
impuesto esta vieja caprichosa y desequilibrada. Recuerdas a Aura minutos
antes, inanimada, embrutecida por el terror: incapaz de hablar enfrente de la
tirana, moviendo los labios en silencio, como si en silencio te implorara su
libertad, prisionera al grade de imitar todos los movimientos de la señora
Consuelo, como si solo lo que hiciera la vieja le fuese permitido a la joven.
La imagen de esta enajenación
total te rebela: caminas, esta vez, hacia la otra puerta, la que da sobre el
vestíbulo al pie de la escalera, la que esta al lado de la recamara de la
anciana: allí debe vivir Aura; no hay otra pieza en la casa. Empujas la puerta
y entras a esa recamara, también oscura, de paredes enjalbegadas, donde el
único adorno es un Cristo negro. A la izquierda, ves esa puerta que debe
conducir a la recamara de la viuda. Caminando de puntas, te
acercas a ella, colocas la mano sobre la madera, desistes de tu
empeño: debes hablar con Aura a solas.
Y si Aura quiere que la ayudes,
ella vendrá a tu cuarto. Permaneces allí, olvidado de los papeles amarillos, de
tus propias cuartillas anotadas, pensando solo en la belleza inasible de tu
Aura —mientras mas pienses en ella, mas tuya la harás, no solo porque piensas
en su belleza y la deseas, sino porque ahora la deseas para liberarla: habrás
encontrado una razón moral para tu deseo; te sentirás inocente y satisfecho— y
cuando vuelves a escuchar la precaución de la campana, no bajas a cenar porque
no soportarías otra escena como la del mediodía. Quizás Aura se dará cuenta y,
después de la cena, subirá a buscarte.
Realizas un esfuerzo para seguir
revisando los papeles. Cansado, te desvistes lentamente, caes en el lecho, te
duermes pronto y por primera vez en muchos años sueñas, sueñas una sola cosa,
suenas esa mano descarnada que avanza hacia ti con la campana en la mano,
gritando que te alejes, que se alejen todos, y cuando el rostro de ojos
vaciados se acerca al tuyo, despiertas con un grito mudo, sudando, y sientes
esas manos que acarician tu rostro y tu pelo, esos labios que murmuran con la
voz mas baja, te consuelan, te piden calma y cariño. Alargas tus propias manos
para encontrar el otro cuerpo, desnudo, que entonces agitara levemente el
llavín que tu reconoces, y con el a la mujer que se recuesta encima de ti, te besa,
te recorre el cuerpo entero con besos. No puedes verla en la oscuridad de la
noche sin estrellas, pero hueles en su pelo el perfume de las plantas del
patio, sientes en sus brazos la piel mas suave y ansiosa, tocas en sus
senos la flor entrelazada de las venas sensibles, vuelves a
besarla y no le pides palabras.
Al separarte, agotado, de su
abrazo, escuchas su primer murmullo: "Eres mi esposo". Tu asientes:
ella te dirá que amanece; se despedirá diciendo que te espera esa noche en su
recamara. Tu vuelves a asentir, antes de caer dormido, aliviado, ligero,
vaciado de placer, reteniendo en las yemas de los dedos el cuerpo de Aura, su
temblor, su entrega: la niña Aura.
Te cuesta trabajo despertar. Los
nudillos tocan varias veces y te levantas de la cama pesadamente, gruñendo:
Aura, del otro lado de la puerta, te dirá que no abras: la señora Consuelo
quiere hablar contigo; te espera en su recamara.
Entran diez minutos después al
santuario de la viuda. Arropada, parapetada contra los almohadones de encaje:
te acercas a la figura inmóvil, a sus ojos cerrados detrás de los párpados
colgantes, arrugados, blanquecinos: ves esas arrugas abolsadas de los pómulos,
ese cansancio total de la piel.
Sin abrir los ojos, te dirá:
—¿Trae usted la llave?
—Si... Creo que si. Si, aquí esta.
—Puede leer el segundo folio. En el mismo lugar, con la cinta azul.
Caminas, esta vez con asco,
hacia ese arcón alrededor del cual pululan las ratas, asoman sus ojillos
brillantes entre las tablas podridas del piso, corretean hacia los
hoyos abiertos en el muro escarapelado. Abres el arcón y retiras
la segunda colección de papeles. Regresas al pie de la cama; la señora Consuelo
acaricia a su conejo blanco.
De la garganta abotonada de la
anciana surgirá ese cacareo sordo:
—¿No le gustan los animales?
—No. No particularmente. Quizás porque nunca he tenido uno.
—Son buenos amigos, buenos compañeros. Sobre todo cuando llegan la vejez
y la soledad.
—Si. Así debe ser.
—Son seres naturales, señor Montero. Seres sin tentaciones.
—¿Como dijo que se llamaba?
—¿La coneja? Saga. Sabia. Sigue sus instintos. Es natural y libre.
—Creí que era conejo.
—Ah, usted no sabe distinguir todavía.
—Bueno, lo importante es que no se sienta usted sola.
—Quieren que estemos solas, señor Montero, porque dicen que la soledad es
necesaria para alcanzar la santidad. Se han olvidado de que en la soledad la
tentación es mas grande.
—No la entiendo, señora.
—Ah, mejor, mejor. Puede usted seguir trabajando.
Le das la espalda. Caminas hacia
la puerta. Sales de la recamara. En el vestíbulo, aprietas los dientes. ¿Por
que no tienes el valor de decirle que amas a la joven? ¿Por que no entras y le
dices, de una vez, que piensas llevarte a Aura contigo cuando termines el
trabajo? Avanzas de nuevo hacia la puerta; la empujas, dudando aún, y por el
resquicio ves a la señora Consuelo de pie, erguida, transformada, con esa
túnica entre los brazos: esa túnica azul con botones de oro, charreteras rojas,
brillantes insignias de águila coronada, esa túnica que la anciana mordisquea
ferozmente, besa con ternura, se coloca sobre los hombros para girar en un paso
de danza tambaleante. Cierras la puerta.
Si: tenia quince años cuando la conocí —lees en el segundo folio de las memorias—: elle avail quinze ans
lorsque je I'ai connue et, si j'ose le dire, ce sont ses yeux verts qui ont
fait ma perdition: los ojos verdes de Consuelo, que tenia quince años en 1867,
cuando el general Llorente caso con ella y la llevo a vivir a Paris, al exilio.
Ma jeune poupee, escribió el general en sus momentos de inspiración, ma jeune
poupee aux yeux verts; je fai comblee d'amour: describió la casa en la que
vivieron, los paseos, los bailes, los carruajes, el mundo del Segundo Imperio;
sin gran relieve, ciertamente. J'ai meme supporte ta haine des chats, moi
qu'aimais tellement les jolies betes... Un día la encontró, abierta de piernas,
con la crinolina levantada por delante, martirizando a un gato y no supo
llamarle la atención porque le pareció que tu faisais qa d'une faqon si
innocent,
par pur enfantillage e incluso lo excito el hecho, de manera que
esa noche la amo, si le das crédito a tu lectura, con una pasión hiperbólica,
parce que tu m'avals dit que torturer les chats etait ta maniere a toi de
rendre notre amour favorable, par un sacrifice symbolique. . . Habrás
calculado: la señora Consuelo tendrá hoy ciento nueve años.. . cierras el
folio. Cuarenta y nueve al morir su esposo. Tu sais si bien t'habiller, ma
douce Consuelo, toujours drappe dans des velours verts, verts comme tes yeux.
Je pense que tu seras toujours belle, meme dans cent ans. . . Siempre vestida
de verde. Siempre hermosa, incluso dentro de cien años. Tu es si fiere de ta
beaute; que ne ferais-tu pas pour rester toujours jeune?
SABES, AL CERRAR DE NUEVO EL FOLIO, QUE FOR ESO vive Aura en esta
casa: para perpetuar la ilusión de juventud y belleza de la pobre anciana
enloquecida. Aura, encerrada como un espejo, como un icono mas de ese muro
religioso, cuajado de milagros, corazones preservados, demonios y santos
imaginados.
Arrojas los papeles a un lado y
desciendes, sospechando el único lugar donde Aura podrá estar en las mañanas:
el lugar que le habrá asignado esta vieja avara.
La encuentras en la cocina, si,
en el momento en que degüella un macho cabrio: el vapor que surge del cuello
abierto, el olor de sangre derramada, los ojos duros y abiertos del animal te
dan nauseas: detras de esa imagen, se pierde la de una Aura mal vestida, con el
pelo revuelto, manchada de sangre, que te mira sin reconocerte, que continúa su
labor de carnicero.
Le das la espalda: esta vez,
hablaras con la anciana, le echaras en cara su codicia, su tiranía abominable.
Abres de un empujón la puerta y la ves, detrás del velo de luces, de pie,
cumpliendo su oficio de aire: la ves con las manos en movimiento, extendidas en
el aire: una mano extendida y apretada, como si realizara un esfuerzo para
detener algo, la otra apretada en torno a un objeto de aire, clavada una y otra
vez en el mismo lugar. En seguida, la vieja se restregara las manos contra el
pecho, suspirara, volverá a cortar en el aire, como si —si, lo veras
claramente: como si despellejara una bestia. . .—
Corres al vestíbulo, la sala, el comedor, la cocina donde Aura
despelleja al chivo lentamente, absorta en su trabajo, sin escuchar tu entrada
ni tus palabras, mirándote como si fueras de aire.
Subes lentamente a tu recamara,
entras, te arrojas contra la puerta como si temieras que alguien te siguiera:
jadeante, sudoroso, presa de la impotencia de tu espina helada, de tu certeza:
si algo o alguien entrara, no podrías resistir, te alejarías de la puerta, lo
dejarías hacer. Tomas febrilmente la butaca, la colocas contra esa puerta sin
cerradura, empujas la cama hacia la puerta, hasta atrancarla, y te arrojas
exhausto sobre ella, exhausto y abiilico, con los ojos cerrados y los brazos
apretados alrededor de tu almohada: tu almohada que no es tuya; nada es tuyo.
..
Caes en ese sopor, caes hasta el
fondo de ese sueño que es tu única salida, tu única negativa a la locura.
"Esta loca, esta loca", te repites para adormecerte, repitiendo con
las palabras la imagen de la anciana que en el aire despellejaba al cabrio de
aire con su cuchillo de aire: ". . .esta loca. . .", en el fondo del
abismo oscuro, en tu sueño silencioso, de bocas abiertas, en silencio, la veras
avanzar hacia ti, desde el fondo negro del abismo, la veras avanzar a gatas.
En silencio, moviendo su mano descarnada,
avanzando hacia ti hasta que su rostro se pegue al tuyo y veas esas encías
sangrantes de la vieja, esas encías sin dientes y grites y ella vuelva a
alejarse, moviendo su mano, sembrando a lo largo del abismo los dientes
amarillos que va sacando del delantal manchado de sangre:
tu grito es el eco del grito de Aura, delante de ti en el sueño,
Aura que grita porque unas manos han rasgado por la mitad su falda de tafeta
verde, y esa cabeza tonsurada, con los pliegues rotos de la falda entre las
manos, se voltea hacia ti y ríe en silencio, con los dientes de la vieja
superpuestos a los suyos, mientras las piernas de Aura, sus piernas desnudas,
caen rotas y vuelan hacia el abismo. . .
Escuchas el golpe sobre la
puerta, la campana detrás del golpe, la campana de la cena. El dolor de cabeza
te impide leer los números, la posición de las manecillas del reloj; sabes que
es tarde: frente a tu cabeza recostada, pasan las nubes de la noche detrás del
tragaluz. Te incorporas penosamente, aturdido, hambriento. Colocas el garrafón
de vidrio bajo el grifo de la tina, esperas a que el agua corra, llene el
garrafón que tu retiras y vacías en el aguamanil donde te lavas la cara, los
dientes con tu brocha vieja embarrada de pasta verdosa, te rocías el pelo —sin
advertir que debías haber hecho todo esto a la inversa—, te peinas
cuidadosamente frente al espejo ovalado del armario de nogal, anudas la
corbata, te pones el saco y desciendes a un comedor vacío, donde solo ha sido
colocado un cubierto: el tuyo.
Y al lado de tu plato, debajo de
la servilleta, ese objeto que rozas con los dedos, esa muñequita endeble, de
trapo, rellena de una harina que se escapa por el hombro mal cosido: el rostro
pintado con tinta china, el cuerpo desnudo, detallado con escasos pincelazos. Comes
tu cena fría —riñones, tomates, vino— con la mano derecha: detienes la muñeca
entre los dedos de la izquierda.
Comes mecánicamente, con la muñeca en la mano izquierda y el
tenedor en la otra, sin darte cuenta, al principio, de tu propia actitud
hipnótica, entreviendo, después, una razón en tu siesta opresiva, en tu
pesadilla, identificando, al fin, tus movimientos de sonámbulo con los de Aura,
con los de la anciana: mirando con asco esa muñequita horrorosa que tus dedos
acarician, en la que empiezas a sospechar una enfermedad secreta, un contagio.
La dejas caer al suelo. Te limpias los labios con la servilleta. Consultas tu
reloj y recuerdas que Aura te ha citado en su recamara.
Te acercas cautelosamente a la
puerta de doña Consuelo y no escuchas un solo ruido. Consultas de nuevo tu
reloj: apenas son las nueve. Decides bajar, a tientas, a ese patio techado, sin
luz, que no has vuelto a visitar desde que lo cruzaste, sin verlo, el día de tu
llegada a esta casa.
Tocas las paredes húmedas,
lamosas; aspiras el aire perfumado y quieres descomponer los elementos de tu
olfato, reconocer los aromas pesados, suntuosos, que te rodean. El fósforo
encendido ilumina, parpadeando, ese patio estrecho y húmedo, embaldosado, en el
cual crecen, de cada lado, las plantas sembradas sobre los márgenes de tierra
rojiza y suelta. Distingues las formas altas, ramosas, que proyectan sus
sombras a la luz del cerillo que se consume, te quema los dedos, te obliga a
encender uno nuevo para terminar de reconocer las flores, los frutos, los
tallos que recuerdas mencionados en crónicas viejas: las hierbas olvidadas que
crecen olorosas, adormiladas: las hojas anchas, largas, hendidas, vellosas del
belefio: el tallo sarmentado de flores amarillas por fuera, rojas por dentro;
las hojas acorazonadas y agudas de la dulcamara; la pelusa
cenicienta del gordolobo, sus flores espigadas; el arbusto ramoso
del evonimo y las flores blanquecinas; la belladona. Cobran vida a la luz de tu
fósforo, se mecen con sus sombras mientras tu recreas los usos de este herbario
que dilata las pupilas, adormece el dolor, alivia los partos, consuela, fatiga
la voluntad, consuela con una calma voluptuosa.
Te quedas solo con los perfumes
cuando el tercer fósforo se apaga. Subes con pasos lentos al vestíbulo, vuelves
a pegar el oído a la puerta de la señora Consuelo, sigues, sobre las puntas de
los pies, a la de Aura: la empujas, sin dar aviso, y entras a esa recamara
desnuda, donde un circulo de luz ilumina la cama, el gran crucifijo mexicano,
la mujer que avanzara hacia ti cuando la puerta se cierre.
Aura vestida de verde, con esa
bata de tafeta por donde asoman, al avanzar hacia ti la mujer, los muslos color
de luna: la mujer, repetirás al tenerla cerca, la mujer, no la muchacha de
ayer: la muchacha de ayer —cuando toques sus dedos, su talle— no podía tener
mas de veinte años; la mujer de hoy —y acaricies su pelo negro, suelto, su
mejilla pálida— parece de cuarenta: algo se ha endurecido, entre ayer y hoy,
alrededor de los ojos verdes; el rojo de los labios se ha oscurecido fuera de
su forma antigua, como si quisiera fijarse en una mueca alegre, en una sonrisa
turbia: como si alternara, a semejanza de esa planta del patio, el sabor de la
miel y el de la amargura. No tienes tiempo de pensar mas: —Siéntate en la cama, Felipe.—Si.
—Vamos a jugar. Tu no hagas nada. Déjame hacerlo todo a mi.
Sentado en la cama, tratas de distinguir el origen de esa luz
difusa, opalina, que apenas te permite separar los objetos, la presencia de
Aura, de la atmósfera dorada que los envuelve. Ella te habrá visto mirando
hacia arriba, buscando ese origen. Por la voz, sabes que esta arrodillada
frente a ti:
—El cielo no es alto ni bajo.
Esta encima y debajo de nosotros al mismo tiempo.
Te quitaras los zapatos, los
calcetines, y acariciara tus pies desnudos.
Tu sientes el agua tibia que
baña tus plantas, las alivia, mientras ella te lava con una tela gruesa, dirige
miradas furtivas al Cristo de madera negra, se aparta por fin de tus pies, te
toma de la mano, se prende unos capullos de violeta al pelo suelto, te toma
entre los brazos y canturrea esa melodía, ese vals que tú bailas con ella,
prendido al susurro de su voz, girando al ritmo lentísimo, solemne, que ella te
impone, ajeno a los movimientos ligeros de sus manos, que te desabotonan la camisa,
te acarician el pecho, buscan tu espalda, se clavan en ella. También tu
murmuras esa canción sin letra, esa melodía que surge naturalmente de tu
garganta: giran los dos, cada vez mas cerca del lecho; tu sofocas la canción
murmurada con tus besos hambrientos sobre la boca de Aura, arrestas la danza
con tus besos apresurados sobre los hombros, los pechos de Aura.
Tienes la bata vacía entre las
manos. Aura, de cuclillas sobre la cama, coloca ese objeto contra los muslos
cerrados, lo acaricia, te llama con la mano. Acaricia ese trozo de harina
delgada, lo quiebra sobre sus muslos, indiferentes a las migajas que ruedan por
sus caderas: te ofrece la mitad de la oblea que tú tomas, llevas a la boca al
mismo tiempo que ella, deglutes con dificultad: caes sobre el cuerpo
desnudo de Aura, sobre sus brazos abiertos, extendidos de un
extreme al otro de la cama, igual que el Cristo negro que cuelga del muro con
su faldón de seda escarlata, sus rodillas abiertas, su costado herido, su
corona de brezos montada sobre la peluca negra, enmarañada, entreverada con
lentejuela de plata. Aura se abrirá como un altar.
Murmuras el nombre de Aura al
oído de Aura. Sientes los brazos llenos de la mujer contra tu espalda. Escuchas
su voz tibia en tu oreja:
—¿Me querrás siempre?
—Siempre, Aura, te amare para siempre.
—¿ Siempre? ¿Me lo juras?
—Te lo juro.
—¿Aunque envejezca? ¿Aunque pierda mi belleza? ¿Aunque tenga el pelo
blanco?
—Siempre, mi amor, siempre.
—¿Aunque muera, Felipe? ¿Me amaras siempre, aunque muera?
—Siempre, siempre. Te lo juro. Nadie puede separarme de ti.
—Ven, Felipe, ven...
Buscas, al despertar, la espalda
de Aura y solo tocas esa almohada, caliente aún, y las sabanas blancas que te
envuelven.
Murmuras de nuevo su nombre.
Abres los ojos: la ves
sonriendo, de pie, al pie de la cama, pero sin mirarte a ti. La ves caminar
lentamente hacia ese rincón de la recamara, sentarse en el suelo, colocar los
brazos sobre las rodillas negras que emergen de la oscuridad que tu tratas de
penetrar, acariciar la mano arrugada que se adelanta del fondo de la oscuridad
cada vez mas clara: a los pies de la anciana señora Consuelo, que esta sentada
en ese sillón que tu notas por primera vez: la señora Consuelo que te sonríe,
cabeceando, que te sonríe junto con Aura que mueve la cabeza al mismo tiempo
que la vieja: las dos te sonríen, te agradecen. Recostado, sin voluntad,
piensas que la vieja ha estado todo el tiempo en la recamara; recuerdas sus
movimientos, su voz, su danza, por mas que te digas que no ha estado allí.
Las dos se levantaran a un
tiempo, Consuelo de la silla, Aura del piso. Las dos te darán la espalda,
caminaran pausadamente hacia la puerta que comunica con la recamara de la
anciana, pasaran juntas al cuarto donde tiemblan las luces colocadas frente a
las imágenes, cerraran la puerta detrás de ellas, te dejaran dormir en la cama
de Aura.
DUERMES CANSADO, INSATISFECHO. YA EN EL SUENO sentiste esa vaga
melancolía, esa opresión en el diafragma, esa tristeza que no se deja apresar
por tu imaginación. Dueño de la recamara de Aura, duermes en la soledad, lejos
del cuerpo que creerás haber poseído.
Al despertar, buscas otra
presencia en el cuarto y sabes que no es la de Aura la que te inquieta, sino la
doble presencia de algo que fue engendrado la noche pasada. Te llevas las manos
a las sienes, tratando de calmar tus sentidos en desarreglo: esa tristeza
vencida te insinúa, en voz baja, en el recuerdo inasible de la premención, que
buscas tu otra mitad, que la concepción estéril de la noche pasada engendro tu
propio doble.
Y ya no piensas, porque existen
cosas mas fuertes que la imaginación: la costumbre que te obliga a levantarte,
buscar un baño anexo a esa recamara, no encontrarlo, salir restregándote los
párpados, subir al segundo piso saboreando la acidez pastosa de la lengua,
entrar a tu recamara acariciándote las mejillas de cerdas revueltas, dejar
correr las llaves de la tina e introducirte en el agua tibia, dejarte ir, no
pensar mas.
Y cuando te estés secando,
recordaras a la vieja y a la joven que te sonrieron, abrazadas, antes de salir
juntas, abrazadas: te repites que siempre, cuando están juntas, hacen
exactamente lo mismo: se abrazan, sonríen, comen, hablan, entran, salen, al
mismo tiempo, como si una imitara a la otra, como si de la voluntad de una
dependiese la existencia de la otra. Te cortas ligeramente la mejilla, pensando
estas cosas mientras te afeitas; haces un esfuerzo para dominarte.
Terminas tu aseo contando los objetos del botiquín, los frascos y
tubos que trajo de la casa de huéspedes el criado al que nunca has visto:
murmuras los nombres de esos objetos, los tocas, lees las indicaciones de uso y
contenido, pronuncias la marca de fabrica, prendido a esos objetos para olvidar
lo otro, lo otro sin nombre, sin marca, sin consistencia racional. ¿Qué espera
de ti Aura? acabas por preguntarte, cerrando de un golpe el botiquín. ¿Qué
quiere?
Te contesta el ritmo sordo de
esa campana que se pasea a lo largo del corredor, advirtiéndote que el desayuno
esta listo. Caminas, con el pecho desnudo, a la puerta: al abrirla, encuentras
a Aura: será Aura, porque viste la tafeta verde de siempre, aunque un velo
verdoso oculte sus facciones. Tomas con la mano la muñeca de la mujer, esa
muñeca delgada, que tiembla...
—El desayuno esta listo.—te
dirá con la voz mas baja que has escuchado...
—Aura. Basta ya de engaños
—¿Engaños?
—Dime si la señora Consuelo te impide salir, hacer tu vida; ¿por qué ha
de estar presente cuando tu y yo?; dime que te iras conmigo en cuanto. . .
—¿Irnos? ¿A dónde?
—Afuera, al mundo. A vivir juntos. No puedes sentirte encadenada para
siempre a tu tía... ¿Por qué esa devoción? ¿Tanto la quieres?
—Quererla. . .
—Si ¿por qué te has de sacrificar así?
—¿Quererla? Ella
me quiere a mi. Ella se sacrifica por mi.
—Pero es una mujer vieja, casi un cadáver; tu no puedes...
—Ella tiene mas vida que yo. Si, es vieja, es repulsiva.. . Felipe, no
quiero volver... no quiero ser como ella. . . otra...
—Trata de enterrarte en vida. Tienes que renacer, Aura. ..
—Hay que morir antes de renacer. No. No entiendes. Olvida, Felipe tenme
confianza.
—Si me explicaras...
—Tenme confianza. Ella va a salir hoy todo el día...
—iEUa?
—Si, la otra.
—¿Va a salir? Pero si nunca.
—Si, a veces sale. Hace un gran esfuerzo y sale. Hoy va a salir. Todo el
día... Tu y yo podemos...
—¿irnos?
—Si quieres...
—No, quizás todavía no. Estoy contratado para un trabajo. Cuando termine
el trabajo, entonces si...
—Ah, si. Ella va a salir todo
el día. Podemos hacer algo...
—¿Que?
—Te espero esta noche en la recamara de mi tía. Te espero como siempre.
Te dará la espalda, se ira
tocando esa campana, como los leprosos que con ella pregonan su cercanía,
advierten a los incautos: "Aléjate, aléjate". Tú te pones la camisa y
el saco, sigues el ruido espaciado de la campana que se dirige, enfrente de ti,
hacia el comedor; dejas de escucharlo al entrar a la sala: viene hacia ti,
jorobada, sostenida por un báculo nudoso, la viuda de Llorente, que sale del
comedor, pequeña, arrugada, vestida con ese traje blanco, ese velo de gasa
teñida, rasgada, pasa a tu lado sin mirarte, sonándose con un pañuelo,
sonándose y escupiendo continuamente, murmurando:
—Hoy no estaré en la casa, señor Montero. Confío en su trabajo. Adelante
usted. Las memorias de mi esposo deben ser publicadas.
Se alejara, pisando los tapetes
con sus pequeños pies de muñeca antigua, apoyada en ese bastón, escupiendo,
estornudando como si quisiera expulsar algo de sus vías respiratorias, de sus
pulmones con-gestionados. Tú tienes la voluntad de no seguirla con la mirada;
dominas la curiosidad que sientes ante ese traje de novia amarillento, extraído
del fondo del viejo baúl que esta en la recamara...
Apenas pruebas el café negro y
frío que te espera en el comedor. Permaneces una hora sentado en la vieja y
alta silla ojival, fumando, esperando los ruidos que nunca llegan, hasta tener
la seguridad de que la anciana ha salido de la casa y no
podrá sorprenderte. Porque en el puno, apretada, tienes desde hace
una hora la Llave del arcón y ahora te diriges, sin hacer ruido, a la sala, al
vestíbulo donde esperas quince minutos mas —tu reloj te lo dirá— con el oído
pegado a la puerta de doña Consuelo, la puerta que en seguida empujas
levemente, hasta distinguir, detrás de la red de araña de esas luces devotas,
la cama vacía, revuelta, sobre la que la coneja roe sus zanahorias crudas: la
cama siempre rociada de migajas que ahora tocas, como si creyeras que la
pequeñísima anciana pudiese estar escondida entre los pliegues de las sabanas.
Caminas hasta el baúl colocado
en el rincón; pisas la cola de una de esas ratas que chilla, se escapa de la
opresión de tu suela, corre a dar aviso a las demás ratas cuando tu mano acerca
la llave de cobre a la chapa pesada, enmohecida, que rechina cuando introduces
la llave, apartas el candado, levantas la tapa y escuchas el ruido de los
goznes enmohecidos. Sustraes el tercer folio —cinta roja— de las memorias y al
levantarlo encuentras esas fotografías viejas, duras, comidas de los bordes,
que también tomas, sin verlas, apretando todo el tesoro contra tu pecho,
huyendo sigilosamente, sin cerrar siquiera el baúl, olvidando el hambre de las
ratas, para traspasar el umbral, cerrar la puerta, recargarte contra la pared
del vestibulo, respirar normalmente, subir a tu cuarto.
Allí leerás los nuevos papeles,
la continuación, las fechas de un siglo en agonía. El general Llorente habla
con su lenguaje mas florido de la personalidad de Eugenia de Montijo, vierte
todo su respeto hacia la figura de Napoleón el Pequeño, exhurna su retórica mas
marcial para anunciar la guerra franco-prusiana, llena paginas de dolor ante la
derrota, arenga a los hombres de honor
palabras iban dirigidas a mi. 'No me detengas —dijo—; voy hacia mi juventud, mi
juventud viene hacia mi. Entra ya, esta en el jardín, ya llega' . . . Consuelo,
pobre Consuelo. . . Consuelo, también el demonio fue un ángel, antes..."
contra el monstruo republicano, ve en el general Boulanger un rayo de
esperanza, suspira por México, siente que en el caso Dreyfus el honor —siempre
el honor— del ejercito ha vuelto a imponerse. . . Las hojas amarillas se
quiebran bajo tu tacto; ya no las respetas, ya solo buscas la nueva aparición
de la mujer de ojos verdes: "Se por que lloras a veces, Consuelo. No te he
podido dar hijos, a ti, que irradias la vida. . ." Y después:
"Consuelo, no tientes a Dios. Debemos conformarnos. ,;No te basta mi
cariño? Yo se que me amas; lo siento. No te pido conformidad, porque ello seria
ofenderte. Te pido, tan solo, que veas en ese gran amor que dices tenerme algo
suficiente, algo que pueda llenarnos a los dos sin necesidad de recurrir a la
imaginación enfermiza. . ." Y en otra pagina: "Le advertí a Consuelo
que esos brebajes no sirven para nada. Ella insiste en cultivar sus propias plantas
en el jardín. Dice que no se engaña. Las hierbas no la fertilizaran en el
cuerpo, pero si en el alma..." Mas tarde: "La encontré delirante,
abrazada a la almohada. Gritaba: 'Si, si, si, he podido: la he encarnado; puedo
convocarla, puedo darle vida con mi vida'. Tuve que llamar al medico. Me dijo
que no podría calmarla, precisamente porque ella estaba bajo el efecto de
narcóticos, no de excitantes. . ." Y al fin: "Hoy la descubrí, en la
madrugada, caminando sola y descalza a lo largo de los pasillos. Quise detenerla.
Paso sin mirarme, pero sus
No había mas. Allí terminan las
memorias del general Llorente: "Consuelo, le demon aussi etait un ange,
avant..."
Y detrás de la ultima hoja, los retratos. El retrato de ese
caballero anciano, vestido de militar: la vieja fotografía con las letras en
una esquina: Moulin, Photographe, 35 Boulevard Haussmann y la fecha 1894. Y la
fotografía de Aura: de Aura con sus ojos verdes, su pelo negro recogido en
bucles, reclinada sobre esa columna dorica, con el paisaje pintado al fondo: el
paisaje de Lorelei en el Rin, el traje abotonado hasta el cuello, el pañuelo en
una mano, el polisón: Aura y la fecha 1876, escrita con tinta blanca y detrás,
sobre el cartón doblado del daguerrotipo, esa letra de araña: Fait pour notre
dixieme anniversaire de manage y la firma, con la misma letra, Consuelo
Llorente. Veras, en la tercera foto, a Aura en compañia del viejo, ahora
vestido de paisano, sentados ambos en una banca, en un jardín. La foto se ha
borrado un poco: Aura no se vera tan joven como en la primera fotografía, pero
es ella, es el, es . . . eres tu.
Pegas esas fotografías a tus
ojos, las levantas hacia el tragaluz: tapas con una mano la barba blanca del
general Llorente, lo imaginas con el pelo negro y siempre te encuentras,
borrado, perdido, olvidado, pero tu, tu, tu.
La cabeza te da vueltas,
inundada por el ritmo de ese vals lejano que suple la vista, el tacto, el olor
de plantas húmedas y perfumadas: caes agotado sobre la cama, te tocas los
pómulos, los ojos, la nariz, como si temieras que una mano invisible te hubiese
arrancado la mascara que has llevado durante veintisiete años: esas facciones
de goma y cartón que durante un cuarto de siglo han cubierto tu verdadera faz,
tu rostro antiguo, el que tuviste antes y habías olvidado. Escondes la cara en
la almohada, tratando de impedir que el aire te arranque las facciones que son
tuyas, que quieres para ti. Permaneces con la cara hundida en
la almohada, con los ojos abiertos detrás de la almohada,
esperando lo que ha de venir, lo que no podrás impedir. No volverás a mirar tu
reloj, ese objeto inservible que mide falsamente un tiempo acordado a la
vanidad humana, esas manecillas que marcan tediosamente las largas horas
inventadas para engañar el verdadero tiempo, el tiempo que corre con la
velocidad insultante, mortal, que ningún reloj puede medir. Una vida, un siglo,
cincuenta años: ya no te será posible imaginar esas medidas mentirosas, ya no
te será posible tomar entre las manos ese polvo sin cuerpo.
Cuando te separes de la almohada,
encontraras una oscuridad mayor alrededor de ti. Habrá caído la noche.
Habrá caído la noche. Correrán,
detrás de los vidrios altos, las nubes negras, veloces, que rasgan la luz opaca
que se empeña en evaporarlas y asomar su redondez pálida y sonriente. Se
asomara la luna, antes de que el vapor oscuro vuelva a empañarla.
Tu ya no esperaras. Ya no
consultaras tu reloj. Descenderás rápidamente los peldaños que te alejan de esa
celda donde habrán quedado regados los viejos papeles, los daguerrotipos
desteñidos; descenderás al pasillo, te detendrás frente a la puerta de la
señora Consuelo, escucharas tu propia voz, sorda, transformada después de
tantas horas de silencio:
—Aura...
Repetirás: —Aura. . .
Entraras a la recamara. Las luces de las veladoras se habrán
extinguido. Recordaras que la vieja ha estado ausente todo el día y que la cera
se habrá consumido, sin la atención de esa mujer devota. Avanzaras en la
oscuridad, hacia la cama. Repetirás:
—Aura. . .
Y escucharas el leve crujido de
la tafeta sobre los edredones, la segunda respiración que acompaña la tuya:
alargaras la mano para tocar la bata verde de Aura; escucharas la voz de Aura:
—No... no me toques. . . Acuéstate a mi lado. . .
Tocaras el filo de la cama,
levantaras las piernas y permanecerás inmóvil, recostado. No podrás evitar un
temblor:
—Ella puede regresar en cualquier momento. . .
—Ella ya no regresara.
—¿Nunca?
—Estoy agotada. Ella ya se agoto. Nunca he podido mantenerla a mi lado
mas de tres días.
—Aura. . '.
Querrás acercar tu mano a los
senos de Aura. Ella te dará la espalda: lo sabrás por la nueva distancia de su
voz.
—No... No me toques. . .
—Aura. . . te amo
—Si, me amas. Me amaras siempre, dijiste ayer. ..
—Te amare siempre. No puedo vivir sin tus besos, sin tu cuerpo.
—Bésame el rostro; solo el rostro.
Acercaras tus labios a la cabeza
reclinada junto a la tuya, acariciaras otra vez el pelo largo de Aura: tomaras
violentamente a la mujer endeble por los hombros, sin escuchar su queja aguda;
le arrancaras la bata de tafeta, la abrazaras, la sentirás desnuda, pequeña y
perdida en tu abrazo, sin fuerzas, no harás caso de su resistencia gemida, de
su llanto impotente, besaras la piel del rostro sin pensar, sin distinguir:
tocaras esos senos flácidos cuando la luz penetre suavemente y te sorprenda, te
obligue a apartar la cara, buscar la rendija del muro por donde comienza a
entrar la luz de luna, ese resquicio abierto por los ratones, ese ojo de la
pared que deja filtrar la luz plateada que cae sobre el pelo blanco de Aura,
sobre el rostro desgajado, compuesto de capas de cebolla, pálido, seco y
arrugado como una ciruela cocida: apartaras tus labios de los labios sin carne
que has estado besando, de las encías sin dientes que se abren ante ti: veras
bajo la luz de la luna el cuerpo desnudo de la vieja, de la señora Consuelo,
flojo, rasgado, pequeño y antiguo, temblando ligeramente porque tu lo tocas, tu
lo amas, tu has regresado también...
Hundirás tu cabeza, tus ojos abiertos, en el pelo
plateado de Consuelo, la mujer que volverá a abrazarte cuando la luna pase, tea
tapada por las nubes, los oculte a ambos, se lleve en el aire, por algún
tiempo, la memoria de la juventud, la memoria encarnada.
—Volverá, Felipe, la traeremos juntos. Deja que recupere fuerzas y la
haré regresar.